sábado, 30 de abril de 2011

"Me llamo Ernesto..."

Extracto del libro de memorias 'Antes del fin' (1999). El texto hace referencia a su infancia, juventud y actitud ética y política y fue publicado en EL PAÍS en enero de ese año.

ERNESTO SABATO
(30/04/2011)

Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. "Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.
Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.

La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado.

De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".

Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.

Cuando me enviaron desde mi pueblo al colegio nacional de La Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el ferrocarril sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un tren de regreso.

Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta "tierra de promisión", que se extendía más allá de sus lágrimas.

Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las asperezas de la vida; en cambio, mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.

Juntos se instalaron en Rojas, que, como gran parte de los viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana.

Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que, cuando le dijeron que transmitirían por una radio de galena la pelea de Firpo con Dempsey, contestó: "Cuando más cencia, más mandinga".

En este pueblo pampeano, mi padre llegó a tener un pequeño molino harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas.

Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también para mamá. Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y, en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos varones.

La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente debimos asimilar.

La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo "el loco Sabato", que acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa. Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en brazos de Matilde.

Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban "Los treinta amigos unidos" y, cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores, donde, además de esos sainetes, se publicaban obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi. Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.

Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable.

Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida, que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.

Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos. Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.

Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde, de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.

En esos tiempos de pobreza y persecución se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.

Los miembros del Partido, que, por supuesto, vigilaban cualquier "desviación", advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos, yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el "materialismo dialéctico" era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, y se sostuvo precisamente lo mismo.

Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre-, quedando ella oculta en casa de mi madre.

Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el delta del río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania, donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometían esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo y fue muerto tras salvajes torturas.

En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los "procesos" del siniestro imperio estalinista, y apenas tuve esa conversación con Pierre comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.

Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo, ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la guerra civil española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L"Humanité. Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde entré en la librería Gibert, del Boulevard Saint-Michel, y robé un libro de análisis matemático de Émile Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.

De regreso en el país, espiritualmente destrozado, me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi "traición" al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos estalinistas.

Los excluidos no tienen justicia que los defienda. He ido a la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente, derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.

Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo; expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.

También he visto a la policía corriendo con palos y tanques hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas. Como el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar del Nunca más autografiado. Mientras ese hombre estaba preso por un delito menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber desangrado a la patria.

Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.

En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976 hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas demoniacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.

Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego, como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra. Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.

El horror que día a día íbamos descubriendo dejó a todos los que integramos la Conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia, la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.

El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más desgarrado de nuestro corazón.

El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de las familias de los desaparecidos. Padres y madres, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad. Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. Como ocurrió con Miguel Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.

El día en que la Conadep entregó el informe al presidente de la nación, la plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel acontecimiento fundamental de nuestra historia. Ya que Nunca Más deberíamos reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del mundo entero escribía en castellano la palabra "desaparecido".

Lamentablemente, las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares para el futuro de nuestra patria. Porque la tragedia que vivió la Argentina no será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres de conciencia del mundo. Como lo demuestra la investigación que en otros países llevan adelante seres como el juez Baltasar Garzón, con quien estuve durante mi último viaje a España. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano.


sábado, 16 de abril de 2011

MAESTROS EN LA ENSEÑANZA POÉTICA

por José G. Martínez Fernández. Hacer un creador de poesía de alguna calidad es difícil, al menos que ese creador tenga el talento que doña natura hubiese puesto en él. En todos los países existen maestros, verdaderos conductores de talleres, que intentan hacer de algunos creadores POETAS con mayúscula. Difícil faena. Recuerdo la anécdota de Ricardo Palma. Un joven que quería lucirse como aeda le preguntó la fórmula de hacer un poema. Don Ricardo, cuya sabiduría rompía muchos esquemas de la inteligencia humana, señaló al interesado de cuántas sílabas debía ser cada verso, de cómo debía construirse todo un poema y de que manera se podían lograr las asonantes y las consonantes en el mismo. En la época de don Ricardo Palma poco se sabía de versos libres, de poemas a la usanza de Whitman, por ejemplo. El joven interesado en ser artista de la bella poesía quedó aún en duda y preguntó al maestro peruano: “Pero, en el medio…¿Qué debo poner en el medio?” Le dijo entonces Palma algo así como: “Ah, ¿en el medio?. En el medio hay que poner talento”. No es acercarse a un taller y a un gran conductor en el arte de enseñar ello para aprender a ser POETA, aunque sólo sea un creador “aceptable” y no un excelente bardo. Digo todo esto porque hay decenas de miles de soñadores en todo Chile –como los hay en todo el planeta- buscando “aprender a escribir poesía”. Allá en mi tierra, Arica, que por si sola es un poema, existen decenas de interesados en ser poetas y para saber si lo son recurren a los maestros de Arica que son muy pocos. Arica tiene cerca de diez poetas aceptables y unos cinco excepcionales. Y en maestría, conducción de poesía, se pueden citar a sólo tres: Rodolfo Khan que, en su casa de Sotomayor, ha indicado el camino a muchos interesados en ser reales poetas y ha sido allí de donde ha surgido la mayor cantidad de vates “aceptables” de la ciudad. La sabiduría de Khan impregna a sus contertulios. En su sencillo espacio, Khan entrega sus conocimientos sin egoísmo y se le quiere y se le admira por ello y por ser él también un gran poeta. Otro maestro brillante es Luis Araya Novoa, ex profesor universitario, que otorga espacio a muchos que desean ser bardos. Sin embargo desde ese lugar han florecido un menor número de poetas de calidad “aceptable”, lo que no es responsabilidad del conductor que –también- es un excelente poeta. Luis Araya Novoa argumenta y sus parlamentos son extraordinarios. Culto harta decir basta, Luis Araya tiene una sabiduría que quizá algunos no puedan asimilar para convertirse en POETAS de verdad. El tercer maestro es Daniel Rojas Pachas, quien posee el don de integrar en su discurso una entrega vital para hacer comprender a sus contertulios lo que es la poesía, la buena poesía. Él también es un poeta de calidad. Sorprende la cultura de Daniel Rojas Pachas, más aún cuando es dueño de mucha juventud y ya en esta juventud suya es capaz de “desmenuzar” los poemas como quien da un análisis muy profundo de una persona muy cercana. Este profesor universitario es quien –en los últimos años- más ha difundido las letras de diferentes espacios del planeta desde su revista digital CINOSARGO y en Arica sólo tiene símiles anteriores en la revista TEBAIDA (ente vital en los años 70), y en la revista de poesía –impresa- PALABRA ESCRITA, que ya va camino al número 60. Estos tres han sido los maestros de los que ya son poetas de algún valor en Arica y de los que sueñan con serlo. En ellos está cifrado el futuro de las letras ariqueñas, en especial en Daniel Rojas por su juventud. Ojalá no vaya a suceder con Daniel (aunque para él sería mejor) lo mismo que con Alicia Galaz y Óscar Hahn que se nos fueron de Chile rumbo a Estados Unidos y lo que también casi pasa con Luis Araya Novoa que estuvo a punto de irse por deseo de Óscar Hahn. Si Daniel Rojas Pachas se nos va de Chile tendremos que buscar entre las piedras a una persona de cultura poética similar, a un maestro extraordinario, toda vez que, lamentablemente, Rodolfo Khan y Luis Araya ya tienen sus edades, y se nota ya el cansancio de estos dos adorables viejos sabios.

GOBIERNO CHILENO:

MONTAJE CONTRA JÓVENES ANARQUISTAS por José G. Martínez Fernández. El reciente martes 11 de abril de 2011, se produjeron enfrentamientos entre Carabineros –la policía uniformada chilena- y los estudiantes universitarios del Campus de la Universidad de Chile ubicado en Avenida Grecia, en Santiago Esos alumnos estudian Humanidades y Filosofía. El gobierno represivo del terrateniente, gran accionista y multimillonario chileno Sebastián Piñera Echeñique, a través de su innombrable Ministro del Interior, ha atacado con saña la expresión de centenares de jóvenes que piden que se aclare la situación judicial de jóvenes anarquistas encarcelados que llevan en huelga de hambre más de cincuenta días. Acusados de poner bombas, JAMÁS SE HA PROBADO esta teoría del nefasto Fiscal Alejandro Peña, quien acaba de renunciar a ese puesto para integrarse, precisamente, al Ministerio del Interior. Existe allí, en ese Ministerio, una mafia destinada a liquidar todas las expresiones contrarias al Gobierno ultraderechista; gobierno tan perverso y tan corrupto como los de la Concertación. Chile ya está acostumbrado, desde Pinochet, a ser administrado por los grandes millonarios o serviles de los mismos que reprimen al pueblo en forma salvaje. Avalados por una justicia al estilo siciliano-napolitano los serviles de Piñera y su Ministro del Interior atacan con odio mayúsculo a los jóvenes universitarios. Los jóvenes anarquistas –okupas- están encarcelados ya desde hace meses y los bastardos de la justicia chilena han echado tierra sobre sus casos. Varios manifiestos se han colgado en las paredes de diversas ciudades chilenas hablando del montaje que el gobierno piñerista preparó junto a Peña para detener y encarcelar a los jóvenes libertarios, cuyo único delito es habitar casas desocupadas. Por ese hecho ellos son juzgados y encarcelados, pero si esas propiedades las toman otros individuos el Gobierno chileno, a través del Ministerio de Bienes Nacionales, no sólo permite su ocupación, sino que las regala a sus ocupantes, porque estos son “ladrones oficiales”. Bien repugnante la política chilena. En la Moneda , en el Congreso, en los tribunales de “justicia” se hacen las grandes farsas. Así está Chile, en especial desde que el ladrón y asesino Augusto Pinochet asaltó el Palacio Toesca y mató a millares de chilenos y extranjeros entonces avecindados en este país de tan triste historia. José G. Martínez Fernández.

miércoles, 6 de abril de 2011

ALICIA GALAZ VIVAR EN REVISTA TRILCE

Por José G. Martínez Fernández. Una de las grandes poetas chilenas del siglo veinte. Una brillante maestra universitaria, directora y creadora de la revista TEBAIDA, ocupa ahora varias páginas de TRILCE, esa gran revista literaria que dirige el poeta Omar Lara. Quiero, como Tito Mundt, decir YO LA CONOCÍ. Sí , la conocí en la década del setenta. Ella me invitó a participar del grupo literario TEBAIDA y de la revista del mismo nombre. El grupo funcionaba en un salón de la Universidad de Chile, sede Velásquez, de Arica, una vez a la semana. A Alicia la admirábamos por ser una mujer de una inteligencia abrumadora, de una paz que a todos nos tocaba y también admirábamos su posición social y su belleza, la que mirábamos con respeto. Ella era una dama sabia y una líder. Era una mujer de enorme ternura para nosotros: sus “alumnos”. Esa maestra universitaria, que sentía gran admiración por el poeta Luis Araya Novoa, era la compañera de otro gran poeta –Oliver Welden-, cuando Arica tenía –además- a poetas del nivel de Nana Gutiérrez, Óscar Hahn y otras lumbreras en la creación del verbo hermoso. Por ello, en una crónica publicada hace pocos años, dije que esa era la época de oro de la poesía ariqueña y el paso de los años, hasta ahora, me confirma que no ha existido generación poética mejor en Arica. Recuerdo una vez cuando llegó hasta el taller nada menos que Washington Delgado, el poeta peruano considerado uno de los mejores del siglo veinte en el país inca. Éramos pocos los que allí estábamos, pero ¡cuánto se aprendía con Alicia! Ahora la revista TRILCE que dirige el poeta Omar Lara, ha dedicado gran parte de un número de la misma a la gran Alicia. Un importante grupo de estudiosos han referido allí su visión sobre la gran poeta que fue y es Alicia Galaz. TRILCE es hoy la mejor revista literaria de Chile y que un número casi completo de la misma haya sido dedicado a “la bella de la poesía hermosa de Chile” es un mérito grande de Omar Lara, ese Quijote que mantiene encendidas varias excelentes páginas de la palabra escrita. Yo no voy a publicar aquí ningún poema de la dulce maestra de la tierra golpeada por el sol. Entre a Google y lea tantos poemas de Alicia Galaz. Ella está integrada a la historia de la poesía de Chile. En un futuro libro –aparece a mitad de año- va un texto de Alicia. En dicha antología se abarca desde Mercedes Marín del Solar hasta Rafael Rubio. Yo, al incluirla, cumplo nada más que con el deber de señalar su nombre y uno de sus poemas que han marcado la historia de este país desde la época inmediatamente posterior a cuando don Bernardo (O´Higgins) nos dio patria y bandera, pero sin ese afán chauvinista que otros pretenden. Como don Bernardo la bella poeta era internacionalista y ese era otro don de Alicia que no ha muerto. Alguien dijo que los cementerios están llenos de cadáveres y no de poetas. Concuerdo con la cita. Alicia Galaz Vivar vive, por la alta calidad de su poesía. José G. Martínez Fernández