-De cómo le arruiné el prado al cantautor y él, en retribución, me cantó “La Carta” de Violeta Parra.
La memoria falla a la hora de recordar fechas, sitios y nombres, pero es infalible ante los hechos importantes. Y parece ser que aquellos sucesos que de alguna manera marcan nuestras febles existencias cobran trascendencia con el paso de los años.
A fines de la década del 60 y a principios del 70 en Chile la vida caminaba por la calle de la esperanza, la alegría y de un sentimiento, me aventuraría a decir, cercano a la felicidad. La cultura popular estaba al alcance de todos, los libros eran baratos, las canciones llovían, el teatro florecía, los pobres aspiraban a la dignidad, los jóvenes contaban con oportunidades. La mayor parte de Chile sonreía y mostraba los dientes de leche de un Socialismo muy especial, el que debía encaramarse y sostenerse en una estructura política que parecía incompatible con sus postulados de búsqueda de justicia social.
Salíamos a la caza de noticias con aquello, metido a fuego en nuestra conciencia, de que el Periodismo tenía una responsabilidad social, que orientaba a las masas, informaba, ayudaba a formar opinión y entretenía. Era tan amplia nuestra visión y tan numerosas las gratificaciones espirituales hacia nuestro humilde y mal pagado oficio que creo, sin temor a equivocarme, que perdimos lo que algunos editores siúticos llaman "la capacidad de asombro". Un ejemplo que grafica el elevado nivel de nuestro quehacer y al cual, quizás, no le tomábamos el verdadero peso: El encargado de la clase magistral al iniciarse el año académico en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile de Valparaíso (hoy Universidad de Playa Ancha) a principios de 1967, fue Salvador Allende, entonces Presidente del Senado de la República. Todavía guardo en mi archivo la copia de aquel discurso que ahora cobra un valor de tesoro. (Creo que lo publicaré muy pronto)
Quienes reporteábamos el mundo del espectáculo (tan diferente a la hoy llamada farándula en la que abunda la vulgaridad, la superficialidad y la estupidez) nos topábamos casi a diario, y como si nada, con Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Carlos Puebla, Víctor Jara, Pablo Milanés, los hermanos Parra, Rolando Alarcón, los nacientes Quilapayún y más tarde Inti Illimani y, en general la flor y nata de la llamada “Nueva Canción”. Era normal y hasta rutinario conversar en forma casi familiar con esos “monstruos” como quien charla con el vecino mientras riega el césped.
De aquellos años rescato una historia de la que al principio me avergonzaba, pero que al correr del tiempo me enorgullece y me ofrece algo importante que contarle a mis hijas.
Hacía mis primeras armas periodísticas en la revista-cancionero “El Musiquero” de propiedad de mi primo Oscar Olivares (integrante del desaparecido dúo Los Perlas) . Aquella publicación, editada y distribuida por la Editorial “Lord Cochrane”, perteneciente al clan Edwards, y que entre otras revistas publicaba “Ritmo”. “Paula” y “Vanidades”, intentaba defender los valores de los artistas populares chilenos frente a la invasión foránea (una suerte de antigua globalización) y trataba de adaptarse a las nuevas corrientes de avanzada sin dejar de lado los gustos menos comprometidos. No era extraño ver compartir la portada en colores a Isabel Parra con Sandro o encontrarse con una entrevista de Tito Fernández y a la siguiente página con otra a “Los Quincheros”.
No recuerdo la fecha exacta, pero mi misión era entrevistar a Víctor Jara en su casa de Las Condes, una vivienda enclavada en el barrio alto, pero modesta, típica de clase media. No fue una tarea difícil. Jara fue muy amable y se explayó acerca de sus orígenes campesinos, de su relación con el Teatro, de sus canciones, de su particular talento para tocar la guitarra y de su sensibilidad artística. Su esposa Joan no participaba. Ella se movía haciendo algunos quehaceres y se mantenía al margen. Estábamos en un patio pequeño, él acariciaba su guitarra y de vez en cuando le arrancaba algunos acordes y notas que parecían tonificar sus conceptos. Fueron dos horas de conversación profunda, pero a la vez amena.
Luego vino el momento de las fotografías. No teníamos en la revista un presupuesto muy alto y era usual que el encargado de tomarlas era el mismo que escribía, es decir, yo. Mientras Víctor Jara cantaba (preparaba un recital en una fábrica que celebraría su aniversario), yo me dedicaba a tomar los mejores ángulos. En un momento, que yo calificaría de fatal y desgraciado, y para lograr una mejor toma, retrocedí sin darme cuenta donde ponía mis zapatos (que eran unos bototos Bata de aquellos que nuestras madres solían llamar “engrasados”). Sentí que me hundía en algo blando y esponjoso. Giré levemente, ya sospechando cual había sido la desgracia, para confirmar que había puesto mis extremidades inferiores en una superficie que los Jara pretendían transformar en un pequeño prado. No sé qué cara puse, como tampoco recuerdo las estúpidas excusas que intentaba articular. El cantautor trataba de minimizar el desastre y fue muy amable, pero cuando de reojo y mirando las consecuencias de mi literal “metida de pata” observaba avergonzado el gesto de Joan (de nacionalidad inglesa), quería borrarme de la escena. Sabido es que los británicos son amantes devotos de los prados y un reportero metiche y torpe había arruinado su proyecto Quizás en ese momento habría valido aquella frase “Trágame tierra”. Lo cierto es que sólo me tragó parcialmente: hasta las rodillas.
Con los años recuerdo aquella anécdota con una sonrisa, evocando a Víctor Jara cantando en el pequeño patio de su casa de Las Condes la canción de Violeta Parra. Pero esa sonrisa se transforma en una pena que duele hasta le médula al recordar su absurdo asesinato y de cómo la violencia puede cercenar su talento, sensibilidad artistica y su compromiso social.
Al poco tiempo tuve que dejar la revista “El Musiquero” para dedicarme a otras labores. Mi reemplazante fue mi amigo de la juventud Rafael Manríquez, también periodista y excelente cantautor (la mayor parte de su carrera se ha desarrollado en Estados Unidos). Para él fue puesta en la pauta de trabajo una nueva entrevista a Víctor Jara. El reportaje fue escrito y entregado al editor Carlos Vera. La revista estaba a punto de salir a circulación con Jara en la portada, pero eso nunca aconteció. Esa mañana “La Moneda” fue bombardeada y para Chile cayó la noche negra: 11 de septiembre de 1973.
- Ernesto Olivares Perke
No hay comentarios:
Publicar un comentario