No sé si en la actualidad será lo mismo, pero en mis primeros años de escolar a las escuelas se les solía poner el apellido de un país amigo. De esa forma, se rendía un homenaje a la nación elegida y, al mismo tiempo, se ganaba una especie de apadrinamiento o patrocinio del consulado o, en el mejor de los casos, de la embajada de aquel país. Eso significaba recibir de vez en cuando una donación de útiles escolares, o contar con el honor de una visita de algún connotado representante diplomático.
Mi escuela era “República de Uruguay” y estaba en medio de la Avenida Argentina del viejo Valparaíso (Chile) frente a la Feria Libre, una especie de mercado de verduras, vegetales, cachureos y todo tipo de productos, que funcionaba los miércoles y sábados.
En un sector del patio crecía un hermoso árbol de grandes hojas y con troncos que parecían brazos humanos. Recuerdo que uno de los profesores me explicó que se trataba de un ombú y que era el árbol nacional de Uruguay.
Pero, a poco andar, parece que el auspicio de los “charrúas” no fue lo suficientemente generoso, pues el establecimiento pasó a llamarse Escuela 3 República Federal de Alemania. Nos olvidamos de los hermanos orientales, se organizó una banda de guerra para los desfiles (con tambor mayor y todo); nos aprendimos el Himno Nacional germano que cantábamos, obviamente, en la lengua de Goethe todos los lunes después de nuestra Canción Nacional. También apareció un profesor de apellido Idiáquez, con un marcado sentido militarista, quien se encargaba de dar las voces de mando que habría envidiado el más estricto oficial prusiano. Después de semanas y semanas de duros ensayos, desfilábamos en mayo frente al Monumento de Arturo Prat y los Héroes de Iquique con paso de parada, impecable pantalón blanco y obteníamos premios, sacábamos aplausos y algunos ingenuos dividendos de nuestras vecinas de la Escuela 9 (de mujeres), situada al lado de la nuestra. Idiáquez se lucía gritoneando. Estaba en su salsa (no lo digo en mala onda).
Como contrapartida a aquella política de crear “soldaditos de plomo” (la chaqueta de nuestro uniforme era gris), contábamos con un coro que hizo historia en la zona. El director era un maestro de música de apellido Maturana (integraba el famoso coro de la Universidad de Chile), quien transpiraba la gota gorda para evitar que desafináramos. Uno de nuestros logros fue cantar en un programa especial del canal de televisión de la Universidad Católica del puerto (el primero que operó en Chile). Nos creíamos artistas y no había evento en Valparaíso en donde no estuviéramos presentes y hasta fuimos en gira a…Santiago. Cantábamos a tres voces. Yo era segunda voz. Teníamos un solista que también era el “guaripola” de la banda de guerra. Era el “chiche” de las profesoras. Hay que reconocer que cantaba muy bien. Todos lo admirábamos. Muchos años después supe que continuó su carrera como “crooner” de cabarets y que contrajo nupcias con una bailarina que adoptó el nombre artístico de Marilyn Monroe, para lo cual debía, periódicamente, recurrir a colorantes para platinar sus morenos cabellos.
La escuela, en todo caso, era una joyita. Le llamaban “modelo”, pues era el mejor colegio preparatorio público de la provincia (ni pensar en esos años que existían las llamadas “regiones”). Los alemanes se “cuadraban” y realmente nos apoyaban. A los jóvenes de ahora les cuento que en esos tiempos, casi prehistóricos, la enseñanza estaba dividida en seis años de Preparatoria (la básica de ahora, que son ocho), seis años de Humanidades (equivalente a la Media de ahora, que son cuatro) y la Superior.
A los maestros les llamábamos “señor” (y no “profe” como suele ser hoy en día). A las profesoras les decíamos “señorita” (y no “seño”), aunque sus años delataran que habían pasado hacía bastante tiempo esa etapa. Había una que me quitaba el sueño (yo tenía sólo diez años). Se llamaba Margarita. Era alta y voluptuosa como actriz de cine italiano. Había maestros que estaban locos por ella, y a pesar de mi corta edad, yo podía notarlo (desde chico fui curioso y “metiche”). Cuando enseñaba se ponía unos anteojos de marco negro. Creo que entonces, en cierto modo, me convertí al fetichismo, pues siempre tuve debilidad por las mujeres con anteojos. Mi esposa los lleva, por supuesto.
Entre los alumnos nos llamábamos por el apellido y cuando nos referíamos a terceros, anteponíamos el artículo “el”. Así recuerdo a varios compañeros: El Vildoso, El Morales (trabajó después como locutor), El Césped (ahora abogado), El Rojas (a quien reencontré después estudiando Periodismo), El Bécar (gran músico), El Hoffman (Reinaldo, ex seleccionado de fútbol y hermano menor de Carlos, inolvidable puntero izquierdo de Wanderers), el Nieto, y muchos más que de a poco iré agregando.
Pero el mejor recuerdo -grabado a fuego- de aquella escuela y de mi niñez, fue el de mi maestro. Vocación docente al ciento por ciento, sacrificio, honestidad, humildad y preocupación constante por cada uno de sus educandos, fueron algunos de los atributos del inolvidable Carlos Opazo, mi “profe” en mis primeros tres años de la Preparatoria. Siempre vistiendo su traje oscuro, de corbata y sus gruesos anteojos. A él le debo tener una ortografía decente, un apego por el conocimiento y los libros y haber conocido de su parte un alto sentido de la ética profesional.
Nos obligaba a hacer una copia todos los días en aquellos cuadernos que en la parte de arriba estaban en blanco para hacer un dibujo y contaban con líneas en la segunda mitad donde debíamos escribir. Creo que se llamaban cuadernos de composición. En los primeros cursos de la Preparatoria el mismo maestro dictaba todas las asignaturas. Era increíble el esfuerzo que él hacía para enseñarme a dividir. Creo que nunca aprendí, pero agradezco su empeño. Dos veces a la semana abría el armario junto a su escritorio y sacaba los “cuadernos en limpio” en los que debíamos trabajar con pulcritud extrema. Ese mueble y esos cuadernos olían diferente. El acto de abrirlo y repartir los cuadernos era cercano a la magia y creaba una expectación indescriptible en nosotros. Era todo un ceremonial.
Ni hablar de los trabajos de Caligrafía. Empezamos con los palotes en primer año, pero después debíamos trazar las letras a la perfección evitando usar la goma de borrar. El era consecuente con lo que enseñaba, pues el libro de clases en el que ponía sus anotaciones y observaciones, era una obra de arte. El escribía con una gran pluma Sheaffer cargada con una tinta azul-violeta. Quizás por ello, y como un homenaje, es que yo cargo uno de esos lapiceros, aunque no he podido encontrar el mismo color de tinta y debo conformarme con el sepia.
En 1972 yo trabajaba en el Area de Comunicaciones de la Planta Automotriz de Casablanca dependiente de la Corfo (a 40 minutos de Valparaíso), Mi jefe, Alfredo Taborga, diseñó un programa de visitas de escuelas para que los niños conocieran “en vivo y en directo” cómo se armaba un camión. Por supuesto que la primera invitada fue la querida Escuela Alemania. Entonces tuve la oportunidad de volver a ver a Carlos Opazo, estrecharle la mano, darle un abrazo y mis agradecimientos por su dedicación. El seguía igual, con su traje oscuro, su corbata, sus lentes y seguramente su lapicera Sheaffer.
Años después alguien me informó que había fallecido. También me contaron que Carlos Opazo tenía preferencias políticas por la izquierda. Pero nunca lo mencionó ni lo expuso como maestro.
Es una tarea pendiente para mí visitar su tumba y decirle que ahora lo quiero más.
EOP
Nota de la Redacción: Si algún ex alumno de Carlos Opazo o de la Escuela Alemania llega a leer este artículo, por favor sírvase contactarse con el suscrito (olivaresperke@gmail.com)
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