miércoles, 4 de febrero de 2009

La dictadura aún está viva




El Caso Rubilar
LA DERECHA Y SUS SOMBRAS

Por Carlos Peña (*)

(Este artículo fue publicado en el diario "El Mercurio" a raíz de las denuncias de la diputada Rubilar en torno a la supuesta existencia de falsos detenidos desaparecidos, acusación que se basó en falsa información entregada por Manuel Contreras, ex director de la DINA, actualmente en prisión condenado por innumerables crímenes durante la dictadura de Pinochet).

Las violaciones a los derechos humanos están rodeadas de mentiras y cobardías, y no precisamente de las víctimas. En medio de ese panorama, lanzar, como lo hizo una diputada, denuncias negligentes -basadas en alguien tan confiable como el ex general Contreras- es simplemente inaceptable. Especialmente si el sector que las formula nunca puso un empeño similar en condenar esos hechos y al régimen que los amparó.


Las denuncias de la diputada Rubilar -ni siquiera alcanzan la estatura de la maldad: apenas son torpes- permiten revisar uno de los temas más incómodos de la democracia chilena.Como todos sabemos, en Chile se hizo desaparecer personas, se ejecutó a otras y se torturó. Y todo ello por motivos políticos. Durante años la afiliación ideológica -al margen de lo que usted hiciera o dejara de hacer- hizo peligrar la vida.De todo ello -además de las víctimas de violencia política- hay amplia constancia.Primero fue la Comisión Rettig, luego la Comisión Valech. En momentos muy distintos -la primera en plena transición, la segunda una vez que la democracia se había consolidado- arribaron a lo mismo: los derechos humanos más básicos se maltrataron por motivos políticos. Y aunque en esta materia los números no son decisivos, son igualmente espeluznantes: la Comisión Rettig recogió evidencia de 2115 víctimas de violación de derechos humanos (desaparecimientos, ejecuciones, torturas con resultado de muerte); la Comisión Valech recogió 30.000 testimonios de torturas.No hay, a lo largo de todo el país, un abismo más grande que esa herida.Al mirarla -según consta en el Informe Rettig- casi nadie tiene motivos para el orgullo: ni los medios de comunicación, ni el Poder Judicial, ni las Fuerzas Armadas, ni las fuerzas políticas. Por cobardía, complicidad o simple flojera moral, cuando ocurrieron esos hechos nadie dijo nada.Cuando algo se dijo fue para encubrirlos o cohonestarlos.Todo lo que ha sido posible averiguar de los desaparecidos -entre ellos Luis Emilio Recabarren, cuyos familiares, esta semana, sintieron que se les acusaba de un dolor fingido- ha sido en medio de tropiezos y negaciones de quienes saben qué ocurrió. Y los mecanismos para averiguar la verdad han reposado sobre la simple persuasión. La Comisión Rettig debió actuar con la sola fuerza de su prestigio a fin de recabar antecedentes. Y la Comisión Valech lo mismo.Así y todo, ambas lograron lo que las instituciones (jueces, fuerzas armadas, medios) no fueron capaces de hacer.En todos esos casos se alcanzaron verdades más o menos globales; pero el destino de muchos y la justicia debida a sus deudos y sus familiares sigue todavía pendiente.En medio de ese panorama de mentiras, trampas, zancadillas, coartadas, excusas de diversa índole y encubrimientos mantenidos por décadas (y que no provienen precisamente de las víctimas) lanzar denuncias vistosas, obtenidas con negligencia, prestar fe a criminales y sacar conclusiones absurdas y ni siquiera plausibles, no alcanza a ser malo: es simplemente estúpido. Si Hanna Arendt habló alguna vez de la banalidad del mal, ahora podríamos hablar de la estulticia que, tarde o temprano, suele acompañarlo.Especialmente si el sector que formuló esas denuncias falaces (es fácil imaginar cuánto transpiraron para obtener esos antecedentes) nunca puso el mismo empeño en condenar las violaciones a los derechos humanos, ni al gobierno que los practicó, ni a los funcionarios que los cohonestaron, ni a los intelectuales que tejieron excusas para justificarlos, ni a los jueces que echando mano a pretextos formularios evitaron investigar, ni a los medios que decidieron comulgar con ruedas de carreta, ni a los agentes del estado que guardan todavía un silencio porfiado.La forma en que se presentaron, y comentaron, esos casos de falsos desaparecidos o víctimas es absolutamente inaceptable. Desmedra injustamente la posición de las víctimas y deteriora la cuestión moral que le subyace y que nos interesa a todos preservar. Por eso quien ha participado de ella -entre otras la diputada Rubilar: víctima de la seducción de las cámaras- no debe presidir una Comisión de Derechos Humanos. No por un asunto de posición política. Es por la incompetencia que mostró -superficialidad sería una palabra piadosa- en el manejo y la comprensión del asunto.Y desde luego Piñera -que aspira a la Presidencia de la República, nada menos- debiera mostrar una visión más global y exigir a los partidos, y a los dirigentes que lo apoyan, mayor circunspección intelectual y moral en este asunto.Después de todo, incluso si esas denuncias hubieran resultado ciertas, ellas no habrían dicho nada de cuán eficiente o no ha sido la política de derechos humanos (son otros los motivos para quejarse de ella), sino cuán torcida y cobarde ha sido la actitud de quienes, con múltiples pretextos, todos pueriles, se han negado a entregar información y a investigar la suerte de las víctimas.Por eso, más que la diputada Rubilar -cuyo pecado no fue la maldad, sino la torpeza- es la derecha y sus dirigentes la que debiera adoptar una actitud más contenida y más racional. Es demasiado obvio que al hacer escándalo con estos casos de falsificaciones la derecha está mostrando cuánta culpa le subyace.Y es que cuando se siente culpa por el pasado no hay más que dos caminos: sentir el deseo de ser castigado por la transgresión o relativizar poco a poco lo que ocurrió hasta el extremo de negarlo.

(*) Carlos Peña es un destacado intelectual chileno y actualmente se desempeña como rector de la Universidad Diego Portales, de Santiago, Chile.

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