En Octubre de 1947, bajo el infausto
gobierno de Gabriel González Videla, se produjo en Chile una de las huelgas más
trascendentales de la lucha obrera. En pleno auge de las máquinas a vapor, las
compañías de explotación del carbón pagaban a sus trabajadores en fichas que
servían para comprar víveres en la pulpería que era propiedad de la misma empresa.
Aquél era uno de muchos abusos en contra de los obreros.
Los mineros, exhortados por el Partido Comunista,
comenzaron a organizarse.
Iniciaron entonces una larga
huelga reclamando, además de un sueldo en dinero, reivindicaciones elementales.
Entre otras cosas, exigían el “derecho a ducha”, es decir permitirse un baño
antes de irse a casa. El gobierno calificó la huelga de ilegal, sediciosa y criminal.
Encarceló a dirigentes sindicales, y desaforo a parlamentarios, entre ellos al
diputado del Partido Comunista Pablo Neruda.
Al no ser atendidas, las demandas
comenzaron a ser violentas, ante tal amenaza González Videla decretó la Ley de
Seguridad Interior del Estado. Eso significaba militarizar la zona y llevar las
fuerzas armadas al lugar del litigio.
La Marina no fue la excepción. Parte de
la flota que se encontraba de maniobras en el sur, se fue a la bahía de Lota.
En uno de esos buques estaba el cabo primero Luis Armando Pradena.
María Matilde de Pradena escuchó por la
radio la noticia y ajena a la gravedad del conflicto vio la posibilidad de
encontrase con su marido que no veía en meses. Sin avisar ni consultarlo con
nadie, de madrugada se dirigió en tren al pueblo minero.
Las peripecias por llegar al muelle
fueron muchas, porque todo estaba colapsado. Un par de veces la pararon los
militares y otras los piquetes huelguistas. Para ambos bandos les resultaría
insólito ver una muchacha sola en ese ambiente prebélico. Tuvo suerte, el buque
que buscaba estaba atracado al largo muelle. Y más suerte todavía, que la
guardia militar a la entrada la dejara pasar, aunque tuvo que dar muchas
explicaciones de tan inoportuna visita.
Ver caminar a una muchacha esbelta
a la que la brisa marina movía su vestido y dejaba ver unas bonitas piernas,
fue rápidamente un aviso para los marineros de los buques mercantes y de guerra,
quienes asomados a la borda, le gritaban los más encendidos piropos.
En el portalón del destructor repitió
por enésima vez su petición.
El cabo primero Luis Armando Pradena
estaba en su hamaca cuando le avisaron que tenía visita. Su asombro no tuvo
límites cuando la vio a su joven esposa. El capitán del buque con tanto
alboroto ya se había enterado de la situación.
-Pido permiso mi capitán para conversar
con mi esposa.
-Tiene permiso una hora, marinero. Pero
llévesela lejos de aquí. Le bramó.
Un beso de prisa entre aplausos y
silbidos fue el saludo, dejando pendiente la pregunta:
-¿Qué diablos haces aquí?
Salir fue otra odisea. Pero lograron
llegar a la estación. El único tren a Concepción salía al atardecer. Podrían ir
a conocer el hermoso parque de la ciudad, palacio y jardín herencia del magnate
del carbón, pero no era el día apropiado y el amor apremiaba.
Enfrente de la estación, un letrero que
fue como una aparición milagrosa.
La aventura ya no les parecía tan
disparatada. No hubo más reproches.
Mientras el amor en la habitación del
modesto hotel era un canto a la vida, a la entrada de una mina comenzaba
un enfrentamiento de mineros con militares que dejaría varios muertos.
Ella en un mar de lágrimas se quedó en
la estación en espera del último tren y el marinero regresó a su buque.
-Preséntese de inmediato al capitán-,
le ordenaron.
-Marinero, tiene usted una esposa muy
bonita.
-Gracia, mi capitán.
-¡Y tiene un arresto de un mes, porque
sólo tenía una hora de permiso!
-Gracias, mi capitán-, contestó
sonriente el cabo primero torpedista Luis Armando Pradena.
“Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas, que
estas cosas no duran toda la vida”
(El
amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez)
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