De cómo el moreno niño de Maipú
se convirtió en el dios de los "blancos"...
Por Freddys Pradena,
desde España
El fútbol es el juego de los niños pobres de América del Sur. Eso es algo que repiten, con mucha razón, los cronistas deportivos europeos cuando hablan de los orígenes de figuras del balompié, especialmente las nacidas en Argentina o Brasil.
Chile no podía ser la excepción.
En un barrio marginal de una comuna aledaña a Santiago, llamada Maipú (nombre mapuche), no hace muchos años corría por sus calles de tierra un niño moreno y flaco. El muchachito divertía a los vecinos con su habilidad para jugar a la pelota. Pero llamaba la atención de quienes sabían algo del popular deporte, porque a su inagotable entusiasmo agregaba también la inteligencia.
Esos talentos se acrecentaron en su adolescencia y lo condujeron a jugar en algunos clubes profesionales de provincia. Pero tras una serie de rebotes le llegó su gran oportunidad. Fue contratado el club más poderoso y famoso de Europa.
Al principio nadie le quería, ni siquiera sus compañeros. Siempre ha existido un sutil desprecio en Europa hacia lo sudamericano Esta vez no fue la excepción, mas cuando el rostro del personaje dejaba en claro su origen “sudaca”, como despectivamente llaman los españoles a los originarios de sus ex colonias. Y no hay peor astilla que la del mismo palo, el entrenador, pese a ser argentino, por alguna razón escondida al principio también lo marginó considerándolo reserva de reserva…
Se repetía el cuento del patito feo.
Para poder triunfar no sólo hay que ser bueno, se tiene que ser el mejor. Entonces se propuso la lucha que le dictaron sus genes: Entrenar, trabajar, ocultar lesiones, hacer bien lo que sabe hacer y callar.
Tras “doblarle la mano” al porfiado técnico y convertirse en titular, finalmente su consagración llegó la noche mágica del sábado 3 de junio de 1995.
El estadio de la capital estaba a punto de reventar. Ya no cabía un alfiler. 110 mil personas y todas las cámaras de televisión del mundo presentes. Se jugaba la final del campeonato de la Liga de las Estrellas, como lo dicen pomposamente en la Península con el fin de intentar opacar a las del resto de Europa.
El primer gol fue anotado por el equipo local. La gente aullaba de contenta, si se mantenía ese marcador serían campeones. Así terminó el primer tiempo.
Comenzó la segunda parte. Los visitantes, un equipo de Galicia, empezó a jugar muy bien y a eso de la mitad del segundo período, logró el gol del empate. El estadio enmudeció y los fantasmas de un fracaso se hicieron presentes. Automáticamente sobrevino el amargo recuerdo de cuatro años precedentes sin ganar el título máximo, en especial el del año anterior, que se escabulló en el último partido.
El nerviosismo se reflejaba en los jugadores que comenzaron a mostrar flaquezas. Mejorar el nivel de juego parecía imposible. El otro equipo estaba conciente de aquello y apretaba cada vez. El miedo podía masticarse en las tribunas y entre los jugadores locales, pero no para el jugador chileno. Sólo faltan cuatro minutos para que finalizara la brega. Un cantabro, quien a la postre se constituyó en su mejor amigo, envió un pase largo y alto, pero muy bien dirigido al chileno. Este, sobre la carrera, realizó un espléndido y difícil “control dirigido” con el pecho impulsando la pelota hacia adelante. Pareció que el reloj se detenía. Tiempo suficiente para pensar en esos niños de Chile, de Perú o de Bolivia, que quizás a estas horas, con sus caras sucias, estaban pegados a alguna vitrina de comercio mirando por televisión la gran final española.
El atleta andino avanzó veloz, con fuerza y dejó atrás al defensa adversario. No pudo ser de otra manera, es hijo de esos atletas indígenas que corrían sin descanso cientos de kilómetros por los Andes. Miró a la portería y se preparó para golpear la pelota. Hubo tiempo para entender lo que hacía. Hubo tiempo para que los millones de sudamericanos que estaban en este momento personificados él aunaran sus fuerzas mentales. Todos estaban pensando en lo mismo.
Y entonces soltó un disparo letal con su derecha, como un latigazo. Fue una patada impresionante, con fuerza y rabia. Había tanta razón para patear con ira. La pelota salió disparada como un misil.
El portero alcanzó a ver el balón y se lanzó intentando detenerlo, logró tomar contacto con el esférico, pero era tal la fuerza que llevaba, que su mano se dobló y sucumbió ante la potencia, sólo alcanzó a desviar un poco la trayectoria, pero no lo suficiente. El balón dio en la parte inferior del travesaño y se metió en la portería. Fue el gol del campeonato. El gol que sólo en los sueños se pude anotar.
Como en los cuentos fantásticos y como por arte de magia, el atleta de piel morena, de rostro inconfundible, se transformó entonces el Dios de los “blancos” (nunca mejor dicho), por lo menos por esa noche. La noche más hermosa para nosotros, los morenitos del otro lado del “charco”.
Los niños pobres de América sumaron desde entonces a los guerreros de la Araucanía otro mito y una leyenda deportiva.
F.P.
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