Por E.Olivares P.
(columna publicada en el diario La Tercera el 11 de enero de 1996)
A su manera, mi padre era un buen hombre. Actor, folklorista, escritor de sainetes criollos, conocido de Luis Emilio Recabarren, comunicador, hombre de radio, socio fundador de la Sociedad de Autores Teatrales de Chile, técnico electricista, constructor aficionado, pero por sobre todo, constante aventurero de los caminos conocidos y por conocer.
Colgando de su mano callosa y cálida conocí el estadio “El Tranque”, al que un arrebato veraniego rebautizó como Sausalito, en homenaje a la ciudad californiana que lleva ese nombre. Sobre la corta gramilla, a un costado de la laguna, aprendí a apreciar la tradición de buen fútbol del querido Everton, tendencia por la estética de ese deporte que se conservaba, sin importar el lugar que se ocupara en la tabla de posiciones.
Colgando de su mano callosa y cálida conocí el estadio “El Tranque”, al que un arrebato veraniego rebautizó como Sausalito, en homenaje a la ciudad californiana que lleva ese nombre. Sobre la corta gramilla, a un costado de la laguna, aprendí a apreciar la tradición de buen fútbol del querido Everton, tendencia por la estética de ese deporte que se conservaba, sin importar el lugar que se ocupara en la tabla de posiciones.
También me sorprendí con el estadio de Playa Ancha, del viejo Puerto de Valparaíso, entonces reducto inexpugnable para los rivales de Wanderers y hogar del increíble ventarrón, cómplice de los triunfos “caturros”.
A su manera, mi padre era un buen hombre. Pero tenía dos defectos muy marcados. Y para un niño de corta edad, como yo lo era, tales defectos eran considerados como muy graves y atentatorios para la sana relación que se supone debe existir entre progenitor e hijo.
Cuarenta años después, con una sonrisa nostálgica, pienso que se trataba sólo de pequeños…pecados de familia.
El almuerzo dominical y la consiguiente tertulia, siempre se alargaban más de la cuenta…mi cuenta, hasta hacerse interminables. Después, los minutos que se tomaba para calentar el bullicioso motor del viejo Chevrolet 1928 –ya entonces una reliquia- me parecían eternos. Todo eso significaba llegar al estadio cuando el partido había comenzado. A mi padre aquello no le preocupaba en lo absoluto. Su indiferencia respecto de estar presentes ante el pitazo inicial significaba que me perdía la magia de la aparición de los equipos por la boca del túnel, la entrega de las alineaciones por los altoparlantes y el saludo con la diestra levantada de aquel para quien el aplauso de los espectadores se prolongaba más de lo usual. Perderse aquello constituía un despilfarro imperdonable.
Pero eso no era todo.
Cuando faltaban unos diez minutos para el término del partido, y mis ojos devoraban cada jugada, escuchaba aquella sentencia –el segundo defecto paterno- que me resultaba peor que una condena a muerte:
-¡”Vamos andando, porque si no salimos ahora nos va a pillar el embotellamiento”! (así llamaban nuestros padres a los actuales “tacos” o mejor dicho a la “congestión vehicular”).
Caminaba tropezando y mirando hacia atrás, demorando el paso a propósito para no perder ningún detalle, atesorando mis últimas visiones del partido y rogando para no perderme nada trascendente (en esos años no soñábamos con la televisión ni menos con la repetición de las jugadas en la pantalla chica).
Lamentablemente estaba condenado a escuchar desde fuera el estruendo por un gol o una jugada magnífica coincidente con el momento del tercer o cuarto intento para hacer arrancar el motor del viejo “cacharro”.
A su manera, mi padre era un buen hombre, pero tenía esos defectos…
A su manera, mi padre era un buen hombre. Pero tenía dos defectos muy marcados. Y para un niño de corta edad, como yo lo era, tales defectos eran considerados como muy graves y atentatorios para la sana relación que se supone debe existir entre progenitor e hijo.
Cuarenta años después, con una sonrisa nostálgica, pienso que se trataba sólo de pequeños…pecados de familia.
El almuerzo dominical y la consiguiente tertulia, siempre se alargaban más de la cuenta…mi cuenta, hasta hacerse interminables. Después, los minutos que se tomaba para calentar el bullicioso motor del viejo Chevrolet 1928 –ya entonces una reliquia- me parecían eternos. Todo eso significaba llegar al estadio cuando el partido había comenzado. A mi padre aquello no le preocupaba en lo absoluto. Su indiferencia respecto de estar presentes ante el pitazo inicial significaba que me perdía la magia de la aparición de los equipos por la boca del túnel, la entrega de las alineaciones por los altoparlantes y el saludo con la diestra levantada de aquel para quien el aplauso de los espectadores se prolongaba más de lo usual. Perderse aquello constituía un despilfarro imperdonable.
Pero eso no era todo.
Cuando faltaban unos diez minutos para el término del partido, y mis ojos devoraban cada jugada, escuchaba aquella sentencia –el segundo defecto paterno- que me resultaba peor que una condena a muerte:
-¡”Vamos andando, porque si no salimos ahora nos va a pillar el embotellamiento”! (así llamaban nuestros padres a los actuales “tacos” o mejor dicho a la “congestión vehicular”).
Caminaba tropezando y mirando hacia atrás, demorando el paso a propósito para no perder ningún detalle, atesorando mis últimas visiones del partido y rogando para no perderme nada trascendente (en esos años no soñábamos con la televisión ni menos con la repetición de las jugadas en la pantalla chica).
Lamentablemente estaba condenado a escuchar desde fuera el estruendo por un gol o una jugada magnífica coincidente con el momento del tercer o cuarto intento para hacer arrancar el motor del viejo “cacharro”.
A su manera, mi padre era un buen hombre, pero tenía esos defectos…
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