miércoles, 9 de julio de 2008


A propósito de Edwards Bello
(Fragmento de una carta de un chileno residente en España a su hermano en Chile.)

Por Freddys Pradena

Acabo de terminar de leer el libro “El roto” de Joaquín Edwards Bello, novela que estuvo en mi lista de los buscado como preferente y que encontré por casualidad en un humilde puestecito de libros y revistas en la pérgola de Limache, en donde pasé en Febrero días de vacaciones. Librito de 166 amarillentas paginas (Editorial Universitaria), que para comenzar a leerlo tuve que darle varios porrazos para quitar el polvo de años de intemperie.
Mi interés viene porque hace poco se editó en España “El inútil de la familia” de Jorge Edwars, (Ed. Alfaguara) que como sabemos todos los chilenos don Jorge la escribió para recuperar la memoria y el talento de su tío Joaquín, marginado en su época por su familia por ser un “inútil” sólo dedicado a la escritura. De más está decir que el libro es un portento, que se te queda el corazón ancho de tener escritores tan formidables. Don Jorge cita tantas veces pasajes del libro de Joaquín, que me entró la lógica curiosidad. Lo ideal habría sido al revés, leer primero “El roto” habría disfrutado o entendido mejor la última novela, pero no ha sido así.
Como ya es conocido por todos, la novela de don Joaquín (Le llamaremos don para no repetir discriminaciones), es un descarnado retrato en sepia de un sector de la clase social chilena en el Santiago del 1906 al 1915. Trata sobre el mundo sórdido de la prostitución en los alrededores de la recién estrenada Estación Central. (…poderosas columnas de vapor blanco y el gran reloj en el vértice enmarcado de animales mitológicos). Como dice una nota preliminar: “Sobre el envejecimiento de ciertas modalidades técnicas y el desgaste de las palabras, sigue fiel a su propósito de denunciar un momento histórico”. Es decir su estilo no es vigente. Pero terminado de leer, además de valorar la valentía de don Joaquín por meterse en un tema delicado, feo y que te puede salpicar, me ha venido obligadamente a la memoria mi paso por ese mismo lugar más de cinco décadas después.
Diecinueve años tenía cuando mi padre, con más ilusión que yo, me dejó instalado en una pensión de estudiantes en la avenida Ecuador cerquita de la Universidad Técnica y de la Estación Central. Chico sureño comienza estudios en la capital, como tantos otros. La gran oportunidad de un futuro mejor. Pero como “la Carmela” de La pérgola de las flores, las cosas se torcieron.
Pasada la impresión que sufrimos todos los provincianos con la capital, sobre todo con los santiaguinos. Al respecto tengo una anécdota que es saludable recordar:
En el segundo curso en la Escuela Industrial de Talcahuano, conocí a par de estudiantes que venían de Santiago a continuar sus estudios. Como lo hizo la mayoría de alumnos de la clase, traté de hacerle la vida de la más llevadera a estos afuerinos. Pese a mi edad, estaba conciente de que estaban solos en el internado, les invite muchas veces juntos o por separados a pasar tardes enteras incluso fines de semana en mi casa, en donde mi familia les colmó de atenciones, en especial en las comidas. Mi madre es testigo de lo que cuento. Mi alegría sería entonces enorme, cuando me encontré en una de las aulas de la Universidad, con uno de ellos. Precisamente el que más había recibido mis atenciones (y tragado en mi mesa). Poco me duro la alegría. El saludo frió y distante. Y si te he visto no me acuerdo. La ilusión que tendría un amigo en la capital se deshizo rápidamente. No sólo me ignoró en la Universidad, sino pasó el resto del curso olímpicamente lejos de mí. Y por supuesto no conocí su casa, menos su mesa. Así de amnésicos son los de la capital.
Podría decir que me estrenaba en la vida sin tutela: Solo, sin dinero y con un tremendo compromiso que ya intuía difícil de cumplir, en una ciudad que mostraba tantas cosas. Mi entretención fue, después de las clases, conocer mi entorno.
Quienes pasan por Santiago saben que alrededor de la Estación Central está la esencia de la vida capitalina. Precisamente de la lectura de “El Roto” me ha venido a la memoria dos vivencias relacionadas.
Saliendo de mi pensión para ir al centro, mi paso obligado era por la acera norte de la Alameda. Y entre las calles Matucana y Maipú estaban las mujeres que invitaban a subir, por horas, unas obscuras escaleras a hotelitos sin cartel.
De tanto ir y venir por ese lugar descubrí entre ellas a una chica de aspecto famélico, probablemente menor de edad, que me gustó por el parecido con una actriz italiana de esos días llamada Pier Angeli. Cada vez que pasaba, buscaba su mirada, porque sus ojos tristes eran lo que más me gustaba. Y por supuesto ni siquiera me acercaba. No se me habría ocurrido qué negociar. Pero mi oportunidad llegó una tarde que relegando otras necesidades me gasté el dinero en un cine de esos enfrente de la estación. Pese a la oscuridad descubrí que ella estaba a mi lado. Me hice el valiente y le hable como a cualquier chica, pero me dijo que ya me conocía. A la salida nos quedamos hablando un buen rato. Lo más probable contando cosas de jóvenes. Habría sido perfecto si por lo menos hubiese podido invitarla a una Coca Cola.
Una tarde de lluvia, por ir de prisa, casi me tropecé con ella. Se alegró de verme y yo más todavía. Ahora no se fue con rodeos y me invitó a un “jod dog” por aquí cerquita. La verdad es que no sé quien encontraba al otro mas famélico. Lo que estaba claro es que simpatizábamos. Y descubrí su sonrisa, porque más que sonreír, se moría de risa cuando, por ganarme su confianza, le contaba que por dormir un poco más no alcanzaba a tomar desayuno y por andar vagando tampoco cenaba, y los compañeros se quejaban por la noche del sonido de mis tripas. Esa tarde me comí mi parte y la mitad de la suya.
Debido a la lluvia no había muchos transeúntes y me invitó a subir a su cuarto. Ya he dicho que las escaleras eran estrechas y siniestras. Pero su habitación era deprimente. Pequeña, incómoda, obscura, con una ventana que daba a un patio luz, por donde entraba el sonido a todo volumen de un programa de televisión, y un penetrante olor picante a cocido de legumbres. Una cama pequeña con un cubrecama lleno de dudosas manchas, una mesita y un destartalado ropero eran todo el mobiliario. Quizás las descripciones de esos lugares que hace Joaquín Edwars sean todavía más degradantes por la pobreza de esos años, pero esa imagen que recuerdo, además de espantar un elemental deseo, hizo trizas cualquier idea romántica. Tan triste experiencia me sirvió para saber de otros en peor situación que la de un estudiante solo en la capital.
En la novela, el escritor habla de los niños que se aprestaban a llevar las maletas a los viajeros que se bajaban del tren por una propina. También y con una sonrisa me hizo recordar el otro episodio.
Un día de extrema necesidad se me ocurrió que podía conseguir algo de dinero de esa manera. Y con bastante disimulo y mucha vergüenza me dispuse, n los andenes, a ofrecer mis servicios a los pasajeros que arribaban a la metrópoli en busca de taxi.
Fue una pareja de señores mayores.
- ¿Les puedo ayudar?
-Claro joven. Son estas dos maletas.
Como pude las saqué de la estación y las arrastré hasta la Alameda.
Paré el taxi y cuando el hombre dijo:
-Dígame, ¿qué le doy?
Espontáneamente, mi subconsciente me delata.
Y casi le grito:
- ¡Por favor! … no es nada.
Así somos los chilenos de mi clase. Pobres, pero con dignidad.

F. Pradena, Agosto, 2007.

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