Por Fredys Pradena, desde España.
Leyendo por Internet el diario “La Estrella” de Valparaíso, me enteré de que van a reabrir el Café Riquet, el antiguo y clásico café vienes ubicado en una de las mas pintorescas plazoletas del puerto chileno.
Fue cerrado hace más de un año, creo, debido a problemas con los nuevos propietarios del edificio.
Me alegro por la noticia. Me alegro mucho, porque aunque no puede competir en modernidad y playas con Viña del Mar, Valparaíso debe aprovechar su rico patrimonio arquitectónico y cultural para atraer turistas.
En febrero del presente año año tuve la suerte de volver a mi país, a mi región de adopción y dediqué un día a recorrer el centro de Valparaíso.
Comencé mi visita en la Plaza de la Victoria. Fue de verdad un placer volver a contemplar la belleza de las esculturas de bronce, por mucho que ya las hubiese visto antes. En especial la fuente. También me entretuve con el variopinto de las gentes.
A continuación, seguí mi paseo en dirección al puerto por la calle Condell. Esto no me gusto tanto. Esta arteria, que en su época concentró el comercio elegante, por los edificios tan bonitos que tiene, ahora se ve cubierta de enormes y horribles anuncios, adeás del obsoleto tendido eléctrico. Hay enjambres de cables por sobre tu cabeza, que, además de peligrosos, lo afean todo. Pero lo peor fue al llegar a la Plaza “Anibal Pinto“, y que pone en duda todo lo que se viene diciendo de progreso en nuestro país. Vi como una jauría de perros vagos allí instalados, evidentemente sucios y enfermos, se mezclaban con los transeúntes y a éstos no les importaba.
A los pies de la escultura de Neptuno, que preside la plazoleta, me dispuse a contemplar lo mismo que domina el rey del mar todos los días. Comenzando desde la izquierda: Se ve primero el enorme y sin gracia edificio de la Cooperativa Vitalicia; a continuación, una pérgola que divide la calle Cumming, una calle sube al cerro Concepción y la otra no me acuerdo. Luego, el faldón frondoso del cerro en donde se dibuja el pintoresco Hotel Brighton y el inicio del paseo Atkinson, la calle Esmeralda y finalmente, a la derecha, dos bellos aunque mal cuidados edificios.
Sabido es por todos los porteños, donde se albergaba el café Riquet.
Es un edificio de bella arquitectura. Tres plantas. Construed -dicen- en los años 1800 y tantos. La época de esplendor del puerto. De estilo clásico. En el frontis, en relieve, se asoman siete columnas griegas. Descolorido, descascarado, una muestra más de la decadencia generalizada.
La puerta del café están cerradas y las persianas abajo. Algunos grafitis colaboran para hacer el panorama más feo.
Final de Febrero, tarde de mucho calor. Tuve que sentarme en el borde de pileta, para digerir el momento.
Como la brisa del mar cercano vino a mi memoria un recuerdo lejano. El recuerdo de una tarde lluviosa, en aquel mismo lugar y del viejo café.
Se llamaba Eva.
Al principio de los años setenta, recién venido desde Santiago para trabajar en Casablanca (Ford Motors Co.) me pidieron mostrara la Planta (Armaduría) a un grupo de estudiantes. Por alguna razón el que debía hacerlo me pidió lo reemplazara. Sorpresa agradable fue saber que eran estudiantes del último curso de la Escuela Industrial Superior de Valparaíso. Colegio en donde yo había estudiado. Pero más sorprendido quedé al comprobar que se trataba de un grupo mixto. Era el primer curso en que egresarían chicas.
Al cargo de los estuidiantes venia una chiquilla muy bonita. De largos y rubios cabellos, hermosos ojos verdes y una preciosa boquita. Se presento: Eva Estay Peñailillo, Presidenta del Centro de Alumnos. De aproximadamente 17 años de edad, pero con una personalidad deslumbrante que la hacía aparecer mayor, como quedó demostrado en el control del grupo y sus preguntas respecto a la armaduria de un vehículo. Fue una visita muy provechosa.
Facilitó el vernos nuevamente el que me dijera cuando y donde era la próxima reunión de las juventudes de su partido político. Allí volvimos a encontrarnos.
Pero esa tarde habíamos quedado de encontrarnos en marquesina del Teatro Victoria.
La lluvia desbarató el paseo por el molo frente al paradero Bellavista. Paradero de trenes en donde luego cogíamos el automotor hacia el interior. Por eso le propuse “escampar” en el café Riquet. Habíamos estado antes ahí. El lugar ideal para arreglar el mundo en una época tan convulsa.
Sin paraguas, sólo bajo mi chaqueta corrimos por la calle Condell.
La lluvia torrencial empezaba a hacer pequeños ríos por las calles. Al llegar a la plaza, tuve que saltar para llegar a la calzada y Eva intentó hacer lo mismo. Con tan mala suerte que no llegó y hundió su pié en el agua con barro. Su uniforme de colegiala exigía ademas de chaqueta, jumper azul marino, camisa blanca y calcetines blancos. Costaba contener la risa de ver como quedaron esos calcetines. Pasado el momento de hilaridad, buscamos solución. Compramos unos nuevos en una de las tantas tiendas de esa calle.
Entramos al agradable y cálido Riquet.
Este antiguo local me hacía imaginarme en un ambiente de glamour en la soñada Europa. Paredes altas decoradas con cuadros al óleo y acuarelas. Muchas fotografías. Mobiliario vetusto, con sillas con apoya brazos no muy cómodas. En la planta de arriba, una sala de exposiciones, donde lo más valioso, según decían eran unos bocetos femeninos atribuidos a Camilo Mori. Al fondo se comunicaba con otro salón.
Pedimos lo de siempre. Y mientras nos traían el té con “kugen” de manzana, que era la especialidad de la casa. Disimuladamente, Eva comenzó la operación “Cambio de calcetines“. Pero tenía también los zapatos mojados. Por lo que tuve, tratando de no llamar mucho la atención -el camarero nos empezaba a mirar raro- a meterle servillas como plantilla en los zapatos. Y luego casi por debajo de la mesa, el cambio.
-¿Qué tal? me pregunto satisfecha.
-A ver, -le dije-, sólo falta subírtelas un poco más.
Antes de que ella reaccionara ya introducía me dedos por la media y la arrastraba hasta la rodilla. Mi contacto con su piel, produjo su sonrojo y a continuación de esos preciosos ojos color del mar, recibí la mas dulce y prometedora mirada.
Un estridente ruido de tambor con ritmo brasileño me sacó de mis pensamientos. Desde Condell entraba a la plaza un grupo de individuos medio disfrazados de payasos, que pedían dinero a los conductores y transeúntes.
Y me perdí por la calle Esmeralda en dirección al puerto.
Fredys Pradena
Leyendo por Internet el diario “La Estrella” de Valparaíso, me enteré de que van a reabrir el Café Riquet, el antiguo y clásico café vienes ubicado en una de las mas pintorescas plazoletas del puerto chileno.
Fue cerrado hace más de un año, creo, debido a problemas con los nuevos propietarios del edificio.
Me alegro por la noticia. Me alegro mucho, porque aunque no puede competir en modernidad y playas con Viña del Mar, Valparaíso debe aprovechar su rico patrimonio arquitectónico y cultural para atraer turistas.
En febrero del presente año año tuve la suerte de volver a mi país, a mi región de adopción y dediqué un día a recorrer el centro de Valparaíso.
Comencé mi visita en la Plaza de la Victoria. Fue de verdad un placer volver a contemplar la belleza de las esculturas de bronce, por mucho que ya las hubiese visto antes. En especial la fuente. También me entretuve con el variopinto de las gentes.
A continuación, seguí mi paseo en dirección al puerto por la calle Condell. Esto no me gusto tanto. Esta arteria, que en su época concentró el comercio elegante, por los edificios tan bonitos que tiene, ahora se ve cubierta de enormes y horribles anuncios, adeás del obsoleto tendido eléctrico. Hay enjambres de cables por sobre tu cabeza, que, además de peligrosos, lo afean todo. Pero lo peor fue al llegar a la Plaza “Anibal Pinto“, y que pone en duda todo lo que se viene diciendo de progreso en nuestro país. Vi como una jauría de perros vagos allí instalados, evidentemente sucios y enfermos, se mezclaban con los transeúntes y a éstos no les importaba.
A los pies de la escultura de Neptuno, que preside la plazoleta, me dispuse a contemplar lo mismo que domina el rey del mar todos los días. Comenzando desde la izquierda: Se ve primero el enorme y sin gracia edificio de la Cooperativa Vitalicia; a continuación, una pérgola que divide la calle Cumming, una calle sube al cerro Concepción y la otra no me acuerdo. Luego, el faldón frondoso del cerro en donde se dibuja el pintoresco Hotel Brighton y el inicio del paseo Atkinson, la calle Esmeralda y finalmente, a la derecha, dos bellos aunque mal cuidados edificios.
Sabido es por todos los porteños, donde se albergaba el café Riquet.
Es un edificio de bella arquitectura. Tres plantas. Construed -dicen- en los años 1800 y tantos. La época de esplendor del puerto. De estilo clásico. En el frontis, en relieve, se asoman siete columnas griegas. Descolorido, descascarado, una muestra más de la decadencia generalizada.
La puerta del café están cerradas y las persianas abajo. Algunos grafitis colaboran para hacer el panorama más feo.
Final de Febrero, tarde de mucho calor. Tuve que sentarme en el borde de pileta, para digerir el momento.
Como la brisa del mar cercano vino a mi memoria un recuerdo lejano. El recuerdo de una tarde lluviosa, en aquel mismo lugar y del viejo café.
Se llamaba Eva.
Al principio de los años setenta, recién venido desde Santiago para trabajar en Casablanca (Ford Motors Co.) me pidieron mostrara la Planta (Armaduría) a un grupo de estudiantes. Por alguna razón el que debía hacerlo me pidió lo reemplazara. Sorpresa agradable fue saber que eran estudiantes del último curso de la Escuela Industrial Superior de Valparaíso. Colegio en donde yo había estudiado. Pero más sorprendido quedé al comprobar que se trataba de un grupo mixto. Era el primer curso en que egresarían chicas.
Al cargo de los estuidiantes venia una chiquilla muy bonita. De largos y rubios cabellos, hermosos ojos verdes y una preciosa boquita. Se presento: Eva Estay Peñailillo, Presidenta del Centro de Alumnos. De aproximadamente 17 años de edad, pero con una personalidad deslumbrante que la hacía aparecer mayor, como quedó demostrado en el control del grupo y sus preguntas respecto a la armaduria de un vehículo. Fue una visita muy provechosa.
Facilitó el vernos nuevamente el que me dijera cuando y donde era la próxima reunión de las juventudes de su partido político. Allí volvimos a encontrarnos.
Pero esa tarde habíamos quedado de encontrarnos en marquesina del Teatro Victoria.
La lluvia desbarató el paseo por el molo frente al paradero Bellavista. Paradero de trenes en donde luego cogíamos el automotor hacia el interior. Por eso le propuse “escampar” en el café Riquet. Habíamos estado antes ahí. El lugar ideal para arreglar el mundo en una época tan convulsa.
Sin paraguas, sólo bajo mi chaqueta corrimos por la calle Condell.
La lluvia torrencial empezaba a hacer pequeños ríos por las calles. Al llegar a la plaza, tuve que saltar para llegar a la calzada y Eva intentó hacer lo mismo. Con tan mala suerte que no llegó y hundió su pié en el agua con barro. Su uniforme de colegiala exigía ademas de chaqueta, jumper azul marino, camisa blanca y calcetines blancos. Costaba contener la risa de ver como quedaron esos calcetines. Pasado el momento de hilaridad, buscamos solución. Compramos unos nuevos en una de las tantas tiendas de esa calle.
Entramos al agradable y cálido Riquet.
Este antiguo local me hacía imaginarme en un ambiente de glamour en la soñada Europa. Paredes altas decoradas con cuadros al óleo y acuarelas. Muchas fotografías. Mobiliario vetusto, con sillas con apoya brazos no muy cómodas. En la planta de arriba, una sala de exposiciones, donde lo más valioso, según decían eran unos bocetos femeninos atribuidos a Camilo Mori. Al fondo se comunicaba con otro salón.
Pedimos lo de siempre. Y mientras nos traían el té con “kugen” de manzana, que era la especialidad de la casa. Disimuladamente, Eva comenzó la operación “Cambio de calcetines“. Pero tenía también los zapatos mojados. Por lo que tuve, tratando de no llamar mucho la atención -el camarero nos empezaba a mirar raro- a meterle servillas como plantilla en los zapatos. Y luego casi por debajo de la mesa, el cambio.
-¿Qué tal? me pregunto satisfecha.
-A ver, -le dije-, sólo falta subírtelas un poco más.
Antes de que ella reaccionara ya introducía me dedos por la media y la arrastraba hasta la rodilla. Mi contacto con su piel, produjo su sonrojo y a continuación de esos preciosos ojos color del mar, recibí la mas dulce y prometedora mirada.
Un estridente ruido de tambor con ritmo brasileño me sacó de mis pensamientos. Desde Condell entraba a la plaza un grupo de individuos medio disfrazados de payasos, que pedían dinero a los conductores y transeúntes.
Y me perdí por la calle Esmeralda en dirección al puerto.
Fredys Pradena
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