Lo vi entrar
a la sala de clases tímido y retraído. El destino lo instaló en un pupitre
vecino al mío y nos hicimos amigos. El profesor Jefe me pidió que lo pusiera al
día con los apuntes y tareas. En otras palabras el “profe” me pidió que tomara
la responsabilidad de guiarlo en el proceso de adaptación al programa de estudios
y la “puesta al día”. No solamente me
encargué de él. También lo hice con su hermana Elvira, a quien la familia
llamaba “Yira”, con la que nos enamoramos y al cabo de algunos años de pololeo
nos casamos, lo que me convirtió en el cuñado de Rafael. (Pero esa es otra
historia)
Debo
confesar que con el Rafa no tuve el mismo éxito que con su hermana. El iba a
clases sólo por cumplir. Ya estaba “en otra”. Aunque respondía a las exigencias
escolares, su ocupación mayor era interpretar el repertorio de Los Chalchaleros
a dúo con su hermano mayor José Manuel –otro gran intéprete- y tutearse con
bordonas y primas. El canto y la
guitarra eran sus mejores compañeras y, sin duda alguna, su prioridad.
Junto
maduramos la adolescencia. Aparte del binomio con su hermano, integraba el
grupo Los Machis en el cual las oficiaba de arreglador y armonizador de las
voces. Recuerdo que el mencionado conjunto compitió en un certamen llevado a
cabo en el Casino de Viña del Mar y resultó segundo. El primer lugar fue para
el Quilapayún que recién emergía. Personalmente creo que el grupo del Rafa
merecía el primer lugar, pero los de ponchos negros desarrollaron un fecundo
marketing y llamaron la atención por su calidad y su puesta en escena.
El quehacer
musical de Rafael Manríquez al era más bien intuitivo, visceral, pero honesto. Costaba
que tomara un camino más académico y sistemático. Tuvo, eso sí, un maestro en
la guitarra que le enseñó muchos secretos del instrumento que le acompañaría
toda su vida. Ricardo Acevedo, ex
integrante del conjunto “Fiesta Linda”, director de una Academia de Guitarra
fue uno de sus mentores con las seis cuerdas.
Crecimos
juntos jugando a la pelota, al pool, compartiendo fiestas en donde se cantaba,
se conversaba y se comía. La generosidad de su familia era manifiesta. Las
puertas de su hogar siempre estaban abiertas y sus padres, Marta y Manuel, eran
hospitalarios anfitriones.
Entramos a
la Universidad de Chile, en Valparaíso, (ahora se llama Universidad de Playa
Ancha) a estudiar Periodismo. Uno de nuestros compañeros era el Payo Grondona y
en las clases de inglés se alternaban los estudios de la lengua de Shakespeare
con entretenidas cantatas.
Nos
trasladamos en Segundo Año de la carrera a la Escuela de Periodismo del viejo
Pedagógico, en Santiago, pero a mitad de año Rafael decidió tomar otro camino.
Se puso a trabajar en la Contraloría General de la República. La rutina y las
labores de oficina no eran su vocación y se retiró. Mientras, siguió su relación
con la música, integró el conjunto Ñancahuazú con el que obtuvo el segundo
lugar en el Festival de Viña con la canción “Cordillera Americana”, compuesta
por Kiko Alvarez quien también formó parte del grupo para la competencia. Como
solista ganó varios premios, entre ellos el de Mejor Intérprete en el Festival
de la Guinda de Curicó en 1972.
Sin el ánimo
de ser autoreferente debo informar que mis primeras armas periodísticas se
desarrollaron en la revista-cancionero “El Musiquero”, de propiedad de mi primo
Oscar Olivares. Luego del triunfo popular de Salvador Allende fui llamado a
cumplir labores comunicacionales en una empresa del Ärea Social y debi
renunciar al Periodismo de Espectáculos. Mi remplazante en la revista antes
mencionada fue Rafael. Allí nuestro amigo tuvo la oportunidad de empaparse, de
primera mano, de toda la corriente relacionada con la Nueva Canción Chilena. Como
reportero conoció a Los Parra, Víctor Jara, Inti Illimani, Quilapayún, Alfredo
Zitarrosa, Rolando Alarcón, Tito Fernández, Patricio Manns y a todos quienes
formaron parte de ese inolvidable movimiento de la cultura popular. Creo que en
esos años comenzó a forjarse en propiedad,
su posición política y su identificación con las causas e ideales
populares.
Creo que durante esos años no vislumbrábamos el entorno. Conversar con Víctor Jara, entrevistar a Silvio Rodríguez, a Patricio Manns o a Pablo Milanés, eran parte de la vida diaria, por decirlo de alguna manera. No le tomábamos el paso a los gigantes que nos rodeaban y del cual Rafael Manríquez iba a formar parte desde otras latitudes.
Sin embargo
la noche cayó en Chile el 11 de septiembre de 1973 y la última entrevista a
Víctor Jara, realizada por Rafael para “El Musiquero”, se quedó en los talleres
de la Editorial Lord Cochrane. Ese número, que llevaba la portada de Jara,
nunca vio la luz.
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